(“COMO LOS TOROS O COMO EL FLAMENCO, EL GARROTE PASÓ A SER PARTE DE LO ESPAÑOL”) Recomendada por un amigo director, gran apasionado del cine documental, de nombre Octavio Guerra, y aprovechando que el Pisuerga pasaba entero por Youtube, decidí con nocturnidad y poca alevosía ojear las páginas visuales de Queridísimos verdugos, de Basilio Martín Patino. Conjuntamente a su valor social e histórico, la película (rodada en la clandestinidad) es una auténtica joya artesanal, escondida durante años en filmotecas arrinconadas, que no hace mucho que ha sido reeditada en DVD junto a parte de la comprometida y valiente obra de su autor. El cine como memoria es muchas veces atroz y complicado de adjetivar. La película, extremadamente realista, de producción obviamente limitada, con sonido directo, con las localizaciones auténticas de los hechos y con los protagonistas de aquellos sucesos convertidos en unos contundentes intérpretes, está vertebrada por una voz en off y unas imágenes de apoyo que documentan y golpean con argumentos históricos y vocablos de corte lírico una pena de muerte que dejan al nivel de un anacronismo social. Un fragmento de esa voz narradora es la frase que da título a esta crítica.
Antonio López Sierra, Vicente López Copete y Bernardo Sánchez Bascuñana no imaginaban cuando eran niños y vivían una época de miseria y analfabetismo que iban a tener en el siglo siguiente un espacio en la Wikipedia. Al igual que no imaginaban que la gente del cine iba a querer que contaran sus andanzas con el garrote para convertirlo en una película. Es para destacar la inusual y funesta aportación de López Sierra al cine español, pues además de ser uno de los tres personajes de Queridísimos verdugos (y quizá el más protagonista), fue el que inspiró El Verdugo, de Luis García Berlanga, una de las mejores películas de la historia (y no, no estoy hablando sólo de la filmografía española). Antonio López Sierra, Vicente López Copete y Bernardo Sánchez Bascuñana eran tres agentes ejecutores de sentencias durante la España franquista.
El documento empieza presentando a los verdugos y conociendo en boca de ellos mismos su dura infancia y el porqué de todo. El hambre y la necesidad les llevaron a aceptar el trabajo. “Yo creo que la gente debe morir en su cama”, le decía José Luis a su suegro Amadeo. “Naturalmente, pero si existe la pena, alguien tiene que aplicarla”, contestaba el recién jubilado ejecutor. Este diálogo de la película de Berlanga resume lo que, a partir de las presentaciones, nos encontramos en Queridísimos verdugos: tres personas, sin (prácticamente) atisbo de remordimientos, hablando de su trabajo como si hablaran de fútbol mientras toman copas de un vino color rojo sangre en una taberna intensamente española, con su cabeza de toro y sus enorme toneles.
“La primera persona que ejecuté era la prima de mi señora”. “Esto lo hace cualquiera que tenga corazón y le eche valor para poder comer, que la vida está cada vez peor”. Poco a poco y alentados por el entorno y el alcohol se van creciendo hasta parecer que la cámara se hace invisible a sus ojos. La voz en off nos va contando diferentes casos de reos y sus delitos, con apoyo de imágenes y diarios de la época, los cuales son recontados con pelos y señales por los queridísimos verdugos acabando cada historia con el fatal remache. Las formas de narrar y escenificar los momentos del ajusticiamiento son, en ocasiones, excesivamente gráficas. Hablan de su trabajo. Y hablan de la rapidez y eficacia de la herramienta mortal. Aunque un abogado y un médico, consultados también en el documental, no opinen lo mismo.
De gran intensidad por la forma de exponer los datos y de tratar los macabros sucesos, los climax son constantes a lo largo del metraje. Aunque destaca el caso del “Asesino de Valencia” (el último de los expuestos): con entrevista a los padres del reo en la agónica espera del indulto y con aparición y opinión del abogado defensor. Un proceso, este último, con una carga dramática a ratos insoportable, por su realismo y por desconocer su desenlace.
Una enorme película esta Quedirísimos verdugos. Todo es grande en ella, pero sobre todo el poso que te deja. Contundente, necesaria, objetiva, aterradora y didáctica. “En memoria de tanto dolor”, frase rotulada al final del film, ayuda a despertar de la anestesia generalizada. No es ficción. No hace tanto.
2 Comments
Germán!, ayer noche nos quedamos justo hablando de este documental que, como buen amante del género, voy a ver ya!
Enhorabuena como te dije por el blog tío, me gusta el concepto y el estilo, en parte me recuerda en fondo al de Antimarketing, así que te has ganado un nuevo «positivador».
Seguiremos viéndonos, un abrazo!
Bueno ¿Qué tal fue la experiencia?