Ya sé decir “lleve siempre puesta la mascarilla” en euskera. Eroman beti maskara jarrita. Es lo que tiene llevar más de 2.901 minutos dentro de una sala. Algo más de dos días completos con la única luz de una pantalla de cine y algún móvil desubicado. El silencio, lujuriante y celoso, ha sido una constante en todos los pases; quizá la obligada separación entre butacas y que haya sido muy difícil que alguien conocido se te sentara al lado, han obrado un prodigio de tal concordia. Aunque suene a perogrullada, todo se amplifica cuando todo es grande. Gran silencio, gran sonido y, a veces, grandes películas.
Sospecho que monumentos a la adolescencia debe haber alguno cagado por las palomas perdido en una de esas ciudades atiborradas de estatuas. Solo sospecho. Pero, si dejamos de lado la piedra y el mármol, en San Sebastián, estos días, se ha inaugurado uno. Se llama Quien lo impide y es la última producción de Jonás Trueba. Desde 2016 llevaba el realizador madrileño dándole forma a algo que ni siquiera él sentía como película. Era un proyecto de aproximación filmada, a unos estudiantes, que ha acabado siendo un filme de más de tres horas y media de duración. Una especie de Boyhood (con seguridad, Jonás odiará esta comparación), con cámara al hombro y espontaneidad, que habrá tenido, como mínimo, 2.901 minutos de bruto. El resultado es un prodigio, parte providencia parte talento, que nos acerca con el realismo del documental y la franqueza de la ficción a las inquietudes de un grupo de adolescentes a los que vemos crecer y replanteárselo todo. Una película enorme, en lecturas y metraje, que nos hace creer en el futuro. Cierto es que el grupo retratado es palpitante y revolucionario; pero sirve para saber que no todo es lo que sale en las noticias. ¿Concha de Oro? Podría ser. Es una gran película. De las de no ver, sino de las de estar y acompañar. Y necesaria. Y de identificación.
La abuela, presentada en la Sección Oficial, dirigida por Paco Plaza y con guion de Carlos Vermut, cuenta la historia de Susana, una joven que se ve en la obligación de cuidar de su abuela. Un derrame cerebral ha precisado que Susana deba dejar París, donde trabaja como modelo, y vuelva a Madrid a la casa que comparte con la nana. Qué bien rueda el terror Paco Plaza. Y qué miedo da el miedo y convertirse en una persona dependiente. La abuela es un ejercicio de género, anómalo en estos festivales, que se goza y se padece. De retrato de oleo en la pared, de relojes parados, de papel pintado y de casa grande. No hay candelabros. Ahora el terror se hace con la linterna del móvil y con música de Los Panchos. Tic. Tac.
Manuel Martín Cuenca, un cineasta que siempre me agrada y que presenta película en el Zinemaldia como los Mundiales (cada cuatro años), no terminó de cuajar su apuesta. Tanto el deseo y la necesidad de ser madre, como el drama de no poder serlo, pasan por los tamices del thriller y el drama, cocinados lentamente y parando el fuego demasiadas veces. El espectador puede adelantarse a los acontecimientos con frecuencia, lo cual no sería un problema si las demandas se vieran compensadas y algunos componentes del elenco fueran más contundentes. Aun así, hay mucho que positivar en La hija. El director hace del paisaje montañoso de Jaén todo un protagonista, el más interesante; y ha logrado la difícil circunstancia de que empaticemos con todos los personajes. No es una mala película, ni mucho menos. Simplemente, hay pequeños detalles mal encajados que destacan sobre las grandes virtudes.
Las dos últimas propuestas, de oficial y a concurso, dejan más espacio a las posibilidades de triunfo de las anteriores. Aunque una cosa es cierta: Jessica Chastain puede esperar en el hotel María Cristina a que le comuniquen que se ha llevado la Concha de Plata a la mejor interpretación. Jessica es enteramente la película. Algo que es beneficioso para ella, pero muy malo para el conjunto producido. Se trata de The eyes of Tammy Faye: un biopic, dirigido por Michael Showalter, sobre el ascenso y caída del matrimonio evangelista formado por Tammy Faye y Jim Bakker. Una pareja que llegó a montar la cadena de televisión religiosa más importante del mundo y un Parque Temático dedicado a Jesucristo dos veces más grande que el puto Disney World. Exacto. Voto de riqueza y que Dios nos lo perdone. Es lo que tiene el fanatismo. Ahora los pescadores de hombres utilizan toboganes y grandes piscinas como cebo. La producción francesa Enquête sur un scandale d’Etat nos pone en imágenes un escándalo (scandale) que sacudió en Francia (d’Etat) en 2015 y del que hubo una investigación (Enquête) por parte del periódico Libération. Una película que comienza con una escena de localización y previsión de trama tranquila y sin prácticamente diálogo. A partir de ahí ya no paran de hablar. Y claro, aturde, descompone y confunde. Le falta interés narrativo.
Wes Anderson. Sí, Wes Anderson estuvo en Perlas. La crónica francesa (del Liberty, Kansas Evening Sun) y su ornamental homenaje al mundo del periodismo en general y al The New Yorker en particular abusaron de la pantalla del Teatro Principal. Vi la obra más simétrica (del director más simétrico) desde un lateral de la sala, tan pegado a la esquina que parecía que iba a sacar un córner. Y no solo eso: estaba junto a un guardia de seguridad que llevaba unos prismáticos de visión nocturna para evitar la piratería. Una fiesta vamos. A ver cómo digo esto. El filme, dividido en episodios-noticia, es una maravilla visual de la que quedas atrapado. Sin embargo, y que me perdone todo el barrio de Ruzafa, a Wes Anderson le pierden las formas. Es un enorme formalista y es increíblemente bello lo que proyecta. Todavía me acuerdo de imágenes de El Gran Hotel Budapest, pero no me acuerdo de nada de su argumento. Y a esta última obra del director texano le va a pasar lo mismo en pocos días. Es lo que tiene tener en los créditos a más de 100 carpinteros y a un solo guionista. Id a verla cuando la estrenen. Es bonita.
Llegamos al final de esta crónica hablando de Nuevos Directores. Las películas que se acogen a dicha sección son de corte humilde y baja intensidad y, sin embargo, siempre aportan novedad debido a la intencionalidad de las propuestas y a lo desconocido de sus autores. Aloners (Hong Seong-eun) y Ese fin de semana (María Pescio) fueron dos meridianos ejemplos de que, ante la duda, hay que apostar por los debuts. Una primera obra es más de tubo digestivo que de cerebro y más de ganas de hacer cine que de vender cine. La película coreana es una estupenda película de fantasmas: de soledades y de incomunicación escogida. La opera prima de María Pescio nos habla de Julia. Una madre que, después de 10 años de ausencia, regresa a su ciudad natal para encontrarse con su hija Clara. Ese fin de semana cuenta la historia de una mujer que vive de deber. De deber dinero, sí. Pero también de deber cariño, maternidad, amistad, fidelidad y sedentarismo familiar. Un íntimo filme argentino de tan solo 67 minutos que yo incluiría en el género musical. En serio. Una película musical al ritmo de dos tonos turbios. Un, dos, tres y…
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