Al asomarme al balcón de mi casa, en un tercer piso, he visto que, justo debajo, había un camión de proporciones interesantes y techo blanco aparcado. Las ganas de saltar sobre la cubierta, si no han sido altas debido a esa parte del cerebro que nos involucra en la supervivencia, sí han venido a mi cabeza de forma visual. Una sensación tentadora cuya aparición en mi mente es culpa del dichoso cine. La ficción muchas veces surge de vivencias reales, sin embargo, y lo que es peor, a veces la realidad se alimenta de la ficción. El arte necesita de la observación constante del entorno y al revés. Aunque también, y esto mengua la creatividad, el arte se observa en el arte como repetición y no como evolución. Sí, el cine es un arte. Pero dejémonos de introducciones de intenciones peregrinas y empecemos con los comentarios personales de más películas del Festival Donostiarra. Películas, surgidas de la curiosidad y las agitaciones de sus autores, donde la violencia estuvo a la orden del día y los héroes que saltan sobre techos de camiones para escapar de los malos brillaron por su ausencia.
Nocturama, de Bertrand Bonello, era una de las películas más esperadas del certamen debido a su extraño rechazo para participar en el Festival de Cannes. Sospecho que ofrecer un filme donde un grupo de jóvenes proyectan y consuman una serie de atentados sincronizados en París ayudó un poco a su exclusión. El director es consciente de ello y comenta, siempre que es preguntado, que el germen surgió hace algunos años. Nocturama está pensada para provocar; por lo menos para provocar un debate que los sangrientos hechos acaecidos en la capital francesa han aumentado, y mucho. Aún así, y basándonos en lo puramente cinematográfico, el filme galo es una buen ejercicio que yo coloqué como ganador de la Concha de Oro en mi quiniela. Se llevó el premio de un jurado ecuménico y muchas bregas dialécticas, que no es poco. En Nocturama, título que Bonello pidió prestado a Nick Cave, se nos dividen los hechos en dos partes marcadas: una gran y silenciosa primera parte, coreografía de planificación y explosión; y una segunda, mucho más ampulosa, que ocurre dentro de unos grandes almacenes. Su conclusión, aunque pudo parecer fatua, a mí me dejó seducido. Es relevante que una película te haga pensar, el problema es que las sesiones en Donosti se amontonan y en The giant, la siguiente a concurso, estuve dándole más vueltas a la de Bonello que a lo que estaba viendo: un cuento, algo sórdido en su discurso, sobre un autista con deformidades que busca la manera de reencontrarse con su madre mientras practica la petanca. En serio. Tiene secuencias apreciables, aunque se deslían en su propia historia.
Que Dios nos perdone es también de sinopsis peculiar. Dos policías, uno muy violento y otro muy gangoso, buscan a un violador y asesino de ancianas durante la visita del Papa Benedicto XVI a Madrid. Con un inicio muy gráfico y de excelentes diálogos, la película de Sorogoyen se va contaminando de su ambiente enrarecido, y un extraño giro de guión, para aclarar la investigación, la alejaron de convertirse en favorita. Al final resulta que la película se llevó la Concha al mejor guión. No somos nadie. A destacar la actuación de su dupla protagonista que, aunque nos provoquen cierto rechazo, encajan bien su papel y las hostias que les da el libreto.
Dos perlas francesas, una llegada de Cannes y otra de Berlín, cuyo nexo en común es Isabelle Huppert y un gato, llegaron al Teatro Principal para instruirnos sobre el buen hacer. El porvenir (Mia Hansen-Løve) es filosofía y vida. Es el desmorone de la existencia que, aunque no vital, sí hace que la total protagonista se convierta en heroína íntima. Su conflicto con las nuevas editoriales, más afines al marketing que al contenido de sus libros; la separación de un marido que daba algo más que clases y la relación con sus hijos y con un exageradamente idealista exalumno, son alteraciones que llegan de repente; aunque siempre estuvieron latentes. De repente ya no es esposa ni es madre. De repente ni siquiera sabe enseñar. Nathalie, que así se llama, de repente, es tan fuerte como su personaje en Elle: la película de Paul Verhoeven que venía a continuación. Una tragicomedia de sonrisa helada donde Huppert, otra vez, está sensacional. Ella es una mujer con un enorme autocontrol para observar su pasado (su padre fue un asesino multiple) e intervenir en su presente sin denunciarlo (está siendo violada repetidamente por un enmascarado). Es comedia. Es drama. Es gran cine.
Lady Macbeth, ópera prima de un tal William Oldroyd, estuvo siempre presente en lo que restaba de festival, pues nadie le puso un pero. Aunque tampoco nadie encumbró. Año 1865. Una muchacha casada con un potentado británico va descubriendo que su realidad es mucho mejor cuando su marido se marcha largas temporadas para vigilar sus negocios. Es sobresaliente darse cuenta de como el formalismo, la pureza y los planos fijos de la realización del inicio del filme se van degradando con la evolución de su protagonista, a la que sólo le falta fumar.
Hay películas que dejan mal cuerpo. Pero la secuencia –largo plano secuencia– final de Playground, ha sido uno de los momentos cinematográficos más violentos que he presenciado. Y, por lo visto, a críticos con miles y miles de filmes en la mochila también les aportó una incredulidad complicada de analizar. La película es polaca y trata sobre la educación, la parte dañina de las nuevas tecnologías y la curiosidad y el poder absoluto de algunos menores. Muy dura película. Es de extrañar, o un movimiento maestro, que, al principio de la cinta, las escenas más «incomodas» las trataba el realizador en un efectivo y elegante fuera de plano. Para optar al cierre por un explícito, aunque alejado, desenlace. Es una historia real (yo leí sobre ella hace algunos años), que ocurrió en Inglaterra. Y eso es lo más duro de todo. Playground dio que hablar y, en su pase al público en el Kursaal, el director contempló como decenas de espectadores abandonaban al auditorio, no sin antes increparle. Cine controvertido del que yo, ni mucho menos, me encuentro entre sus detractores. Eso sí, no sé si podré volver a ver esos siete últimos minutos.
Mucho más fácil de ver fue la nueva ida de olla de Vigalondo. Colossal continuaba con las peculiares sinopsis: una chica que está todo el día y la noche de juerga descubre que cada vez que se emborracha, un monstruo provoca el caos en Seúl. Más o menos. Hay momentos hilarantes y geniales pero, poco a poco, el director y sus ganas de gustar a todo el mundo van llevando la película hacia una lógica y una normalidad cinematográfica que no tenía su idea inicial. Eso puede que no sea bueno, aunque la taquilla seguro que le da la razón.
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