Al grano, que esta crónica se alarga demasiado. Les chevaliers blancs, de Joaquim Lafosse, Concha de Plata a la mejor dirección, fue una matinal de interesante digestión que invitó a pensar. Basarse en hechos reales y dejar la propuesta sin juzgar no es tan sencillo. El humanitarismo interesado o la caridad mal entendida, conscientemente o no, emanaban de la pantalla dejando debates sobre el contenido casi documentado del director belga. No guía al espectador, sino que le presenta una historia y unos personajes que transitan por unas intenciones que pueden ser buenas o malas según se analicen. La ONG Sud Secours aterriza en el Chad con la misión de recoger a 300 huérfanos, víctimas de la guerra civil, para entregarlos en adopción a diferentes familias francesas. El filme nos cuenta minuciosamente cómo los miembros de la organización engañan e incluso sobornan para lograr su objetivo. El forcejeo moral (o ético) estriba en que si bien el propósito de evadir a los niños de un país en continúa beligerancia puede ser admitido como piadoso, no lo es desde el momento en que se realiza de manera ilícita. La cámara de Les chevaliers blancs enfoca tan hacia la objetividad y al poco partidismo que cuesta posicionarse. Algo muy de agradecer. Una buena película. Muy buena si pensamos en una sección oficial falta de cierto nivel en las historias. Aunque no en los formatos. La obra que sucedió al filme de Lafosse fue tan en blanco y negro, tan reiterativa en sus secuencias y tan abrumadora en su delirio, que sus ciento veinte minutos me parecieron tan eternos como una partida de ping pong contemplada desde una ventana; por cierto, una de las “poéticas” escenas de Back to the north, que así se llamaba la película. Su director: un tal Liu Hao, no nuevo por estos lares. Su historia: la de Xiao Ai, una joven a la que se le ha diagnosticado una enfermedad terminal —casi una premisa del festival—, la cual quiere que sus padres vuelvan a aproximarse y tengan otro hijo para, de esa forma, no acabar siendo lo que en China se conoce como una ‘Familia perdida’. La primera hora la pude soportar (A positivar a momentos), el problema fue su cargante segunda parte y su poco justificada escala de grises. Sopor a las doce.
Un dia perfecte per volar era otro ejemplo de cine alargado, aunque bastante más amable y cercano. Alargado a pesar de sus 70 minutos; algo que dice mucho de mi opinión al respecto. Aunque parte de la crítica convirtió esa exuberancia en una especie de experimentación cinematográfica o en un canto de amor paterno-filial o en un debate soberanista o en un salto del propio proceso narrativo, para mí se saltó las tres normas de Billy Wilder; ya sabéis: entretener, entretener y entretener. Marc Recha deja a su hijo (en la realidad), Roc Recha, junto a su padre (en la ficción), Sergi López, en un paraje solitario. Vuelan y desenredan una cometa entre fábulas transmitidas oralmente y mensajes escondidos visualmente. Es bonito lo que se ve y lo que se oye, pero sólo un rato. Hubiera sido un buen cortometraje. Hay un niño curioso e inquieto. Hay un señor gordete que contesta. Se oyen chicharras.
Los niños siguieron siendo los protagonistas en la última propuesta a concurso. Y quién me iba a decir que Les démons, de un desconocido Philippe Lesage, iba a ser la mejor película de toda la sección oficial. Mediante una primera hora ejemplar en su forma de definir situaciones y personajes y con una narración que te atrapaba, esta película canadiense agitada e incómoda destilaba talento. Los demonios de la infancia de su realizador y guionista, le sirvieron para hilvanar una ficción, muy quebequesa, entre el thriller y la mirada (no tan pura) de la infancia. Investigaremos señor Lesage.
Entre las perlas que restaban me destacó, por su inusual manejo de la cámara y del plano medio, una excepcional película húngara: El hijo de Saúl. El Gran Premio del Jurado de Cannes nos sumerge, de forma desacostumbrada, en un tema tan remachado como es el de los campos de exterminio nazis. Saúl es un prisionero encargado de quemar los cadáveres tras su paso por las cámaras de gas. El cadáver de un niño, que parece ser su hijo, se acabará convirtiendo en una nueva misión, portadora de honestidad o indulgencia, en un total infierno. La misión: poder enterrarle religiosamente. Pensando mientras escribo en la película del debutante László Nemes, me entran unas enormes ganas de volver a verla. En todo momento el objetivo se pega a su rostro, a su pecho y a su nuca, en unos planos cercanísimos, dejando fuera de campo todo lo que queramos intuir y oír. Impresionante sonido, espectacular manejo de una cámara acosadora y una aproximación exagerada y maestra al tema del holocausto. Una película novedosa que se confrontaba a Black Mass: un filme muy correcto que repiqueteaba a algo ya visto. En ésta, Johhny Deep se quitaba las greñas piratas para quedarse prácticamente calvo en su papel de gánster irlandés. Mafia italiana e irlandesa, un FBI partidista, senadores inverosímiles, personajes en chándal, gánsteres que apuntan con la pistola en horizontal y todo el costumbrismo habitual al servicio de una película considerablemente entretenida.
Llegaba el final. El autobús esperaba. Pero antes, tenía que ir a ver a la Mia Madre. A la madre de Nanni Moretti y de la gran Margherita Buy. Esta última en el papel de una directora de cine que tiene la ardua labor de concentrarse en el rodaje de su película mientras su vida privada se desmorona. Se acaba de separar de su pareja y su madre está gravemente enferma. Aparecen por ahí, además, un hermano perfecto, una hija medio rebelde y el actor americano de su película, interpretado por John Turturro: algo excesivo en su italiana gesticulación, pero muy divertido. Mia Madre, la última película del siempre interesante Nanni Moretti —y mi última película de la 63 edición del Festival Internacional de cine de San Sebastián— fue un buen fin de fiesta que, cómo no, tenía un personaje moribundo en su sinopsis. A ver si el año que viene están más vitales en su elección.
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