La maternidad ha sido el tema más recurrente en las películas de la sección oficial de la 35 Mostra de València. O eso he querido apreciar. La gestación como deseo, como necesidad e, incluso, como imposición se dejaban desenmascarar en las alegorías de varios filmes a competición. En la croata Tereza37, dirigida por Danilo Serbedzija e interpretada y escrita por Lana Baric, se distingue desde ese título con nombre de mujer y edad pegada, que la frase “se te pasa el arroz” es vertebradora del argumento. Una película notable sobre el hastío de la coexistencia y la ordinaria presión social en temas que deben quedarse en lo personal. Tereza lo sabe, y por eso prefiere ser temerosa y no cambiar de vida de cara a su entorno. Aunque lo que haga en sus ratos libres sea buscar una semilla que germine. En Zana, de la kosovar Antoneta Kastrati, el tema de la presión por engendrar se lleva al núcleo familiar, al suegrismo —sé que no existe el vocablo— y a una sociedad marcada por la contienda, la superstición y el conservadurismo más vetusto. Su final, duro y visceral, remonta un trabajo que se hizo monótono en el segundo acto.
Arribamos al meollo. Para el que suscribe, las dos mejores películas de la sección competitiva han sido Favolacce, de los hermanos D’Innocenzo, y Willow, del reconocido cineasta macedonio Milcho Manchevski. En la primera de ellas, los directores italianos registran, con un ejercicio atmosférico turbio y un excelente libreto, las negras fábulas de una barriada de casas adosadas a lo grotesco, desconfiada, recelosa y sexualizada, donde las niñas y niños actúan como adultos y los mayores como infantes. Seguimos con la maternidad en los entresijos argumentales, pero tratados de manera más formal, con una intensa banda sonora de las que remueven sensaciones y con regusto en forma de interrogación: sabemos las calificaciones de nuestros retoños, pero ¿sabemos algo más?
En Willow todas las formas de búsqueda de descendencia antes citadas están presentes. Dirigida de modo soberbio, Manchevski cuenta tres historias de tres mujeres que quieren ser madres. Las emociones sin mascarilla es lo que impera en pantalla: el paso del tiempo, otra vez las supersticiones y la interpretación particular hierven durante 100 minutos. Willow es de esas películas que se mantienen al salir de la sala. Vamos, Willow es de esas buenas películas.
Cambiando de tercio, sin dejar las muestras de mediterraneidad, el resto de películas pasó por allí. Una sección oficial, que hay que destacarlo, se mantuvo en una homogeneidad óptima y nos permitió disfrutar del cine en sala con seguridad (no me había tomado tanto la temperatura desde que pasé la varicela). Un aplauso a la organización. Y al respeto de la audiencia. En Luxor, una producción egipcia dirigida por Zeina Durra, se nos narraban las pausadas peripecias de Hana. Una mujer que, tras pasar un tiempo en un hospital de una ciudad en guerra, busca refugio mental y físico en un hotel de Luxor. La crisis de los 40, el dolor psicológico, los recuerdos y las ruinas de Tebas se alían en búsqueda de consuelo. El problema del filme gravita en el ritmo. Luxor habla del paso del tiempo y, a veces, a la directora se le olvida. Paysages d’automne fue una composición de género venida de Argelia que, aunque entretenida, no deja poso. Un thriller de denuncia que se soluciona abruptamente en sus últimos 10 minutos. Eso sí, a positivar la petitoria de un periodismo libre y de calidad en el país norteafricano. Por la libertad, el primer largo de la Comuna de Cine de Rojava, es cine activista y necesario. Sobrevivir y denunciar. Cuando el periodismo partidista no alcanza, paradójicamente hace falta ficción. Es loable el trabajo de Ersin Celik (director); sin embargo, una vez planteada la denuncia la película ya no avanza en su discurso y se convierte en una estructura bastante convencional. Pero que esta gente nunca deje de hacer cine, por favor.
Mosquito y La viajante. Portugal y Canarias. Aunque más atlánticas que mediterráneas, estas dos películas destacan por su sensacional e inmersiva fotografía, así como por sus personales planteamientos. En una secuencia de la película de Joao Nuno Pinto, favorita en las quinielas, el protagonista se queda prendado ante la visión, en la sabana de Mozambique, de una manada de cebras. Un ejemplo de trabajo en grupo en busca de la supervivencia que actúa como contrapunto del personaje principal y su soledad. Otra fiscalización subjetiva de Mosquito es ver el cambio entre amo y esclavo que se ve durante todo su metraje. El joven soldado que busca su compañía pasa de opresor a oprimido dependiendo de a quién se encuentre en su camino. Dios es negra, puede quedar al final en la mente del espectador. La viajante, de Miguel Mejías, tiene excesivas capas en su hechura. Y esto no es lamento sino piropo. Una road movie, mental, cíclica, reveladora y desubicada, que deja más demandas que respuestas y que te hace preguntarte si estás en el camino deseado. Parece que hable de los grandes enigmas vitales: de la muerte, de la substancia, de la búsqueda de alianzas, de la lucha contra el recuerdo, de la hostilidad del paisaje. Pero no. La viajante habla de Ángela. Y a ella hay que acompañar. Lo demás es puro egoísmo. Enhorabuena al equipazo de la película y espero que el viaje acabe donde tiene que acabar: en una sala de cine.
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