No sé si Lady Bird hubiera sido —todavía— mejor película de haberse centrado más en la relación entre madre e hija. Una disonancia de recelos e inquietudes, de no querer dejar crecer y de no querer dejar marchar. La falta de alternativa radica en el contexto y escenario de la protagonista; una atmósfera tan asumida por el público, tan de siempre, tan de amores de instituto, de mejores amigas defraudadas, tan de capitana del equipo de animadoras, de primer polvete y de baile de fin de curso, que acaba por adelantar secuencias y delegarnos a una constante articulación de roles ocupados.
Una joven, que responde al seudónimo de Lady Bird, aunque su nombre es otro, vive en Sacramento a la espera de su inmediata vida universitaria. Necesita salir de su entorno y, a poder ser, acercarse a la vida artística, activa y más complaciente que espera encontrar en Nueva York. De costa a costa en todos los sentidos. Su madre no lo ve con buenos ojos; además, aún quedan clases, amores y circunstancias que rematar antes de que la vida comience de nuevo. Lady Bird quiere salir del nido.
Greta Gerwig ha realizado una película condescendiente en su envoltorio y algo más profunda en su subtexto. Muy bien dialogada y sin prepotencias formales, es Lady Bird una buena obra salpicada de buenos intérpretes. Aparecen Timothée Chalamet, el actor del momento; y Lucas Hedges, sobrino de Casey Affleck en Manchester frente al mar e hijo de Frances McDormand en Tres anuncios en las afueras, hace aquí de primer novio de Lady Bird. Un gran secundario al que, los cineastas que apuestan por su presencia, están colmando de conflictos.
Un filme agradable, con humor bien dosificado y tratado con tanto respeto que no se le pueden poner peros. Pero sigo pensando que el arco dramático se podía haber tensado un poquito más. Tampoco mucho.
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