Hay películas que son solo envoltorio. Un cine de tal poderío visual que termina por canibalizar el argumento. Sin embargo –y gracias–, también existen historias de una cotidianeidad remachada y feroz que, muy de vez en cuando, se recitan de manera tan realista como poética. Moonlight no es una película de denuncia social, de penurias de periferia o de racismo manifiesto (no aparece ninguna persona blanca). Moonlight nos habla de la vida; de la inclemente vida de Chiron.
Tres actos y tres actores exteriorizan la interior existencia de Chiron. Los seis ojos nos cuentan lo que siente el personaje: el descubrimiento del afecto paternal en un narcotraficante que suministra a su madre (brutal), el primer contacto sexual, el rigor de unas calles que no comprenden la búsqueda de otra sexualidad, la evolución hacia una fortaleza física que deja interiorizados los miedos innatos (me recordó al hermano de Léolo) y la amistad fuera del entendimiento general. A pesar de unas temáticas insistidas en el cine, en Moonlight detallan más los momentos de protección que los de acoso. La secuencia en la que el nuevo e involuntario tutor enseña a nadar a Chiron es una muestra de ello. No es la violencia del ambiente sino los escasos momentos de luz lo que nos dicen lo que necesita el protagonista. Chiron no escapa; se adapta.
De repente la película ya no tiene género. Un filme de enorme sensibilidad, con un Wong Kar-wai inspirador en el ecosistema y poco hip hop. Barry Jenkins alcanza un tríptico estético de poca velocidad pero de enorme magnetismo. El director, parecer ser, vivió en la misma zona y con unos conflictos muy similares a los de Chiron; aunque yo creo que es su cinefilia la que le ha llevado a contarlos sin rigideces, tópicos o pistolas doradas. Atractiva película.
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