Gran cierre. Cuando el agente Lucien ‘Lulu’ Marguet vuelve a encontrarse con Cecile no puede hablar con ella más de dos minutos. Salen dos sospechosos de un bar y, desde una furgoneta destartalada, le gritan a Lulu que se deje de cháchara y que suba al vehículo policial camuflado. Cecile le mira, sonríe y dice: “la misma rutina”. Él policía asiente con la cabeza.
A pesar de trabajar en un París sin París, sin glamour y sin Torre Eiffel, en una comisaría de austeridad y cochambre. A pesar de compartir con varios compañeros un barracón donde no se puede utilizar una máquina de escribir electrónica por los cortes de luz. A pesar de la intensa burocracia y de las estadísticas. A pesar de la dejadez gubernamental, Lucien ‘Lulu’ Marguet mantiene su humanidad. Ese es su automatismo. Esa es su querencia. Dos horas de película hacen falta para saber que Lulu tiene madre. Se llama Ley 627. La película, no su madre. Dirige Bertrand Tavernier. Es en color.
Gran apertura. En los primeros instantes del filme, una banda de jóvenes grafiteros, con nocturnidad y alevosía, garabatean firmas y dibujos sin sentido sobre todo aquello que encuentran: mobiliario urbano, paredes o vehículos. Se detienen en la parte trasera de un furgón y estampan, espray en mano, signos ilegibles sobre los cristales del mismo. Dentro, de vigilancia, se encuentran un par de policías esperando la aparición de un camello. El vaho no les dejaba ver bien. Ahora ven peor. No hacen nada. Sólo esperan.
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